Bicitecleando; andares por la Ciudad
Por: Tomás Di Bella
Retrospectiva Histórica
MEXICALI.- Esta historia quizás no tenga nada de moraleja, ni sea anécdota tal cual, ni conlleve una enseñanza, ni hable de cosas profundas o me defina como soy o quizás sí, lo que sí puedo asegurarles que no es otra cosa más que lo que es. Era principios de 1994, y yo y millones como yo, andábamos viviendo los inicios de una crisis económica como no se había visto en este país, es decir, con el cinismo de la clase en el poder, dirigidos por Wall Street, y el embate contra la clase trabajadora, que éramos yo y millones como yo. Estaba de presidente Zedillo, un pendejo más o menos igual al de ahora. A esa crisis, entre otras cosas, le llamaron el error de diciembre. Este error, que después se llamó el robo de los afores de enero, y después el rescate de los bancos de marzo, la pendejada de abril, la masacre de mayo, la matanza de Aguas Blancas, y así hasta nuestros días con miles de desaparecidas y desaparecidos. A la mediocridad de los gobernantes, su incapacidad para administrar con justicia y la arrogancia de los empresarios y su ideología de sálvese quien pueda, o que el mejor hombre gane, se sumaba el despojo de casi todos los bienes que el trabajador habría tenido hasta ese tiempo: hipotecas, deudas, créditos, tarjetas, fondos de ahorro, que traducidos al día con día significaba literalmente un cambio en el estilo de vida: de malo a peor. Yo andaba a la mitad de crecer con una familia, yo con un trabajo y mi compañera con dos, apenas alcanzaba para vivir, y así me quedé a la mitad de un cuarto que se quedó en puro cimiento. Mi amigo, el albañil que me construía la habitación también se quedó sin chamba, y como buen veracruzano, se fue a la búsqueda de otras fuentes de trabajo. De cuando en cuando regresaba para visitarme, don Pancho que se llamaba, y sentados sobre lo que todavía no era, me decía como en un ensueño que le echara ánimo. No, pos si ánimo sí le hecho, lo que no tengo es mosca pal cemento, le argumentaba. Mire, don Tomás, me dijo, le voy a dar una idea. Mañana muy temprano, cuando oiga el pitido del tren que llega aquí cerquita, váyase a la orilla de la colonia González Ortega, y ahí, cuando el tren esté detenido, pregunte por los mineros, ellos tienen cemento que venden bien barato. Me le quedé viendo pa´ ver si no me estaba albureando o si la caguama se le había subido, pero no, su rostro era muy serio. Dirá bien, le dije. A la mañana siguiente, a la mitad del primer café y el primer sorbo, escucho de pronto el pitido del tren, y ¡pum!, que me acuerdo de lo que me había dicho mi compa, entonces salgo a subirme al picáp y que me lanzo hacia donde estaba el tren. Yo no vivo muy lejos del lugar así que llegué en unos cinco minutos. Tardé otros cinco minutos en preguntar por los “mineros” y una señora me dio señales: “váyase por la orilla de las vías, hacia allá, y por ahí los encontrará”. Y andando un poco más, divisé el tren detenido y luego vi a varios hombres a lado de este, yendo y viniendo. Ahí me di cuenta por qué les dicen mineros. Estos trabajadores lo que hacen una vez que el tren se detiene, de común acuerdo con el maquinista al que le pagan una lana por hacerlo, se colocan debajo de los carros silos que ya hubieron de descargar el cemento en la compañía cementera. Estos silos tienen un boquete por debajo de sus panzas por donde sale el polvo que una vez descargados, cierta porción del cemento se queda pegado en las junturas. Para extraer ese cemento, uno de los mineros se mete al boquete armado de una varilla de acero, y otro pone un saco de ixtle cubriendo el boquete. El minero que se mete al carro empieza a raspar las junturas con la varilla y el cemento empieza a caer al saco, y cuando se llena, viene otro compa, pone otro saco hasta que terminan de raspar todo la panza del carro, y así con todos los carros que a veces son hasta diez. Cuando el minero raspador sale del boquete parece un fantasma empolvado, tiznado y casi asfixiado. Ese día yo me estacioné a un lado de las maniobras, preguntando a un trabajador a cuánto vendían el saco de cemento y cuántos iba a comprar y cuando ya casi terminaban de llenar los sacos y ponernos de acuerdo se soltó un aguacero de la chingada. Todos corrieron a refugiarse a una caseta que había sido antes tanque repartidor de hielo. Yo corrí detrás de ellos y de pronto ahí estábamos como diez compas y yo, todos de color gris cemento. Cuando llueve en Mexicali no es como en otros lugares. La tormenta empieza a caer fuerte desde el principio y parece que el mundo se va a acabar mientras dura, porque la lluvia en el desierto es así, amenazadora y potente pero dura muy poco, si al caso quince o veinte minutos. No da para asustarse. Y mientras esperábamos a que este aguacero efímero terminara, encendimos cigarros, alguien sacó unos tacos, y otro sacó un traguito. Me ofrecieron y yo nunca soy grosero si me ofrecen, así es que venga trago. En eso esperábamos cuando uno de ellos, curioseando como todo paisano, me dijo, y usté ¿a qué se dedica?, porque tiene cara como que es profesor o académico. Académico tu… pensé, pero en lugar de eso abrí la bocota y le dije: soy poeta. Y ahí en ese momento me convertí en pez que por su boca muere. A chingá, dice otro compa- ¿y en el aire las compone? Y en el suelo las remato, le reviré, porque un albur hay que regresarlo siempre, ley de mexicano. Pos a ver, aviéntese uno, terció otro compa con trago en mano. Y aquí hago una nota a pie de página. Resulta que yo no me sé ni un solo poema de memoria. De todos los pinches poemas que haya escrito no me sé ni uno. Dejé de hacer ese esfuerzo hace mucho, mi mente no da para tanto. Aunque hay uno del que se me quedó pegado en la memoria, sólo que éste es medio mío y medio de otro. Y me lo aprendí porque en cada reunión que surgiera siempre había alguien que me decía: “a ver, Tomás recita ese poema raro”. Ese poema raro se llama Jijiripago y surgió de una manera muy extraña. Por allá, más allá de cualquier año, me encontró a mí perdido un libro iluminador. El libro se llama Hombres de maíz escrito por Miguel Ángel Asturias, guatemalteco, premio nobel. Este libro es una recreación del universo maya llamado Popol vuh, donde se narran en varios cuentos la mitología y cosmovisión de los mayas pero adaptada a la época actual: las penurias del paisanaje, los abusos de los militares, las miserias del campesinado, la magia del maíz, y ahí nos reaforman que todos somos granos universales de ese maíz que nos conforma, nos nutre y nos da vida, y Asturias a lo largo de los relatos hace hablar a los personajes como hablan en la región, con sus maneras propias de designar el mundo y sus esperanzas, es decir, hablan con regionalismos, como dicen los de la real academia. Bien. Al final del libro se presenta un glosario con estos regionalismos, para que el lector tenga una idea de qué significan estas palabras y expresiones. Con ese glosario yo me puse a hacer un poema, que sólo quería ser un divertimento personal, y que terminó pegado a mi memoria como una joya. Y ese único poema que me sé, lo recité ese día. Y dice así: Íngrimo me encuentro siempre al mirar alborando el nixtamalero Veo al espumuy tan libre por los aires Y siento al patrón secándome como matapalo, Veo a mi mujer trayéndome el cuscún Mero veo a mi mujer trayéndome mis caites Y veo que me trae las chichitas Y así me la paso todo el día guanaqueando Por eso alégrese compadrito Que nunca seremos cola de quetzal Sino puro charragüero. Cuando terminé de recitarlo, diez rostros grises me veían con incredulidad. Yo les dije, ¿entendieron el pinche poema? No, pos más o menos. Pero stá bueno, me dijo uno, haciéndome el paro en un gesto de amistad. De pronto, como todo en la vida termina, dejó de llover y los compas empezaron a salir del cubículo y ya afuera olía a lo que huele después de llover. Subieron dos sacos de cien kilos de cemento a la caja, les pagué, les agradecí y me subí para irme. Un poco antes de arrancar se me acercó un compa y me dijo que él sí le había entendido a algunas palabras. ¿Sí?, le dije. Sí, me dijo, es que yo vengo de Guatemala, voy para Estados Unidos, pero algunas palabras sí las conozco, mi abuela las decía. Y luego nomás riendo me dijo,” que le vaya bien, don”. Yo empecé a manejar despacio, apenitas avanzando, con un peso enorme en la caja del carro, con un peso inmenso en el alma. Un poema que no era mío, el único que me sé, dio la vuelta a la vida y a través del tiempo sólo para llegar con su lector, con el único posible. Uno sólo es un vehículo que carga el peso del mundo.
19 de noviembre de 2021
Chingón el cuento (sin que decir esto le quite un centavo de realidad a la historia)