Por: Violenta Schmidt
A mis dulces dieciséis trabajaba en un café y pastelería que estaba por la Avenida 16 de septiembre y Ramón Corona llamado ¨Vanimanía¨, un lugar bien chido donde viví muchísimas cosas bien chingonas. Y es que, ahí pasé el dulce tormento y la diabólica delicia de la primera juventud: de los dieciséis a los diecinueve, creo. Bueno, el caso es que era yo joven y guapa y llegaba tempranito en la mañana con un montón de mariposas negras revoloteando a mi alrededor (aw, era la tierna etapa dark), y bueno, como les decía, junto con los rayos del sol de la mañana llegaban un montón de viejillos como moscas, tan tempranito que todavía ni abríamos las puertas y ya estaban pegados a ella: licenciados, locutores de una estación de enfrente, comerciantes, profesores de alguna escuela de por el rumbo, en fin, un montón de chicharrones calenturientos y otros tantos que sí eran medio respetables. Como era cajera me tocaba atenderlos y servirles el café, saludarlos y bla bla blá. Otras veces tenía la suerte de estar en la pizzería o sirviendo nieves, entonces allí sí me libraba de hablar con la gente. Algunas ocasiones casi no me gusta la gente. Otras de plano ni el casi. Había un montón de personajes bien locos entre los comensales: un Lic. con cara de sapo viejo, de ojo verde y rostro inflado que era bien puerco, pero siempre andaba queriendo dar el gatazo de ser fino y honorable. Junto con él iba un ruquillo chinito de guayabera que siempre olía a canela, también era medio puerco, pero al menos no era tan guarro como el otro, o lo mucho que eran ya entre todos cuando se juntaban. Y eso que eran puros viejitos eh. No niego que entre ellos había uno que otro que sí era medio buena gente. Había otro viejito que vendía corbatas y llegaba al lugar a tomar un café y de pasadita a venderles a estos otros su mercancía. Humilde pero muy de saco y con cachucha siempre. Él llegaba a saludarme, luego compraba su café y se iba a un rincón desde donde me miraba sin interrupción y murmuraba primores. Decía que me parecía a Thalía, que por eso era bella y distinguida. Guácala. Ya ni chinga el dulce viejillo ese. Qué pinche asco, Thalía.
Ahora que lo pienso bien, en esta etapa de mi vida hay un chingo de historias que contar, entre paisajes del café y en lo que realmente pasaba en mi vida en ese entonces. Pero bueno, ahorita voy estrictamente hacia algo. Les decía, una vez llegó un señor alto, pelirrojo, pantalón de poliéster, lentes de espejo y chicle a lo Mario Almada; entró al lugar pecho inflado, caminando quedito quedito y compró algo. Esa vez yo estaba en las nieves. No me tocó atenderlo. Pero agüevo que sentía de repente su mirada sobre mí. Ese sí no se quedó con las ganas y después de lo que consumió fue a comprar una nieve a la caja: llegó conmigo muy galán con su ticket a pedir su nievesota. Lo atendí. Él: «¿cómo está?» yo, inexpresiva como toda una dark: «bien» él: «¡muchas gracias señorita!» yo: «de nada». No se fue del lugar sin antes ir muy coquetón a donde yo estaba para darme unos billetes de propina. Se despidió y se fue. Luego supe que él era el famoso luchador “el Vikingo”, el rudo que le dio la arrastrada de su vida al Santo y anduvo en el pedo con Blue Demon y Gory Guerrero. Se convirtió en cliente frecuente del café y siempre de los siempres me dejaba mi varo aunque yo me portara bien mamona con él. Luego pasó el tiempo y me salí de ese trabajo y ya no lo vi más. Pasó un buen que no supe de él. De repente, empecé a topármelo en la avenida Juárez. Siempre que me veía me hablaba para saludarme y platicábamos un poquillo; me platicaba de alguna anécdota de alguna peli en la que salió, o me decía que yo debería de vivir en Nueva York y la chingada porque era toda una artista, o se la curaba conmigo porque decía que solo a mí se me ocurría pintarme de verde o morado las uñas de los pies (sigo sin comprender eso, pero así decía) y bueno, después de un breve tiempo, pum, otra vez se despareció de la escena.
Mucho tiempo después unos amigos y yo pusimos un café en la calle Ignacio de la Peña y Constitución, se llamó Kahlo Café. No sé cómo chingados pero el Vikingo dio con nosotros y empezaron de nuevo sus apariciones. Seguía dejando propinón. Hasta un día que cerramos el café y los casuales encuentros con el Vikingo en las cafeterías donde esta servidora estuvo, cesaron. Hace tiempo leí que su mejor lucha fue un viernes en la Arena México cuando le dio en toda su madre al Santo. Que nunca un rudo había humillado tanto al enmascarado de plata ante tanta audiencia en la arena. Yo digo que otra de sus mejores luchas fue la que hizo conmigo el muy ladino. Supe que murió el 30 de noviembre aquí en Ciudad Juárez, pero la última vez que recuerdo haberlo visto, fue de guardia en el bar Reno: un fantasma tan impreciso como todos los que andábamos por esas calles a esas horas de la madrugada. Ahora sí, descanse en paz -sin límite de tiempo- el Vikingo. Que yo, yo sigo pintándome las uñas de los pies de morado o verde, y sigo caminando por la sempiterna avenida que siempre me llevó a casa, la avenida Juárez. Sigo sin prisa de ir a otros lados.
Ciudad Juárez, Chihuahua 13 de diciembre de 2021