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Foto: Luis Arellano

Doña Clotilde, la empacadora

Bicitecleando: andares por la ciudad

Por: Tomás Di Bella

“Yo ya no me levanto a la madrugada, como antes; ahora llego al mercado a la una de la tarde”, me dice doña Clotilde, mientras me quedo un rato platicando sobre sus quehaceres. Ella ya tiene 89 años, vive sola en uno de tantos fraccionamientos del Infonavit, su hijo se fue hace mucho, y trabaja cuatro horas, cuando la fuerza la deja, empacando el mandado de los demás. Aunque ya no hay bolsas de plástico, ella de todos modos acomoda estéticamente los productos en el carrito, o en las bolsas que las persona traen consigo. En la otra caja –sólo hay dos abiertas y las filas son largas-, está don Arturo, de 75 años, pequeño de estatura, delgado, pero bien vestido y limpio. Doña Clotilde también es muy elegante: trae una falda roja de lana, blusa blanca con holanes, pintado de rubio su cabello, y un maquillaje discreto. Aunque trae lentes, tapaboca y una visera como los que usan los dentistas. Bien protegida, llega caminando desde su casa y sin más saluda a las cajeras, que son sus amigas, a don Arturo que es su colega, y espera a que pasen los clientes.

“Hay mucha gente que ni siquiera te voltea ver”, me dice, “ha de ser porque traen mucha prisa”. Me cuenta que saca en una buena jornada hasta 120 pesos, y en las malas alrededor de 80. Cuando termina su labor, ahí mismo en ese mercado de dueños españoles, compra su “mandado”: leche, wuinis, jamón, pan blanco –“el integral de granos es muy caro”- latas de atún y mermelada. Luego me dice que hace poco regresó a trabajar, porque estuvo dos años sin salir a la calle, porque la pandemia, porque no había mercado que le permitiera hacer su labor. Nunca había “trabajado”, es decir, siempre trabajó en su casa sin salario. Hasta que su esposo falleció y se quedó ella y su hijo. Luego se quedó sola y le entró al empaque. Antes le iba mejor y eran diez de la tercera edad que trabajaban con ella. Hasta tenían descanso para lonchar y sillas para descansar en los turnos. Ahora ya casi no viene gente “es por la crisis”, me dice y sólo trabaja de tres a cuatro horas. No tiene pensión de viuda, ni pensión de la tercera edad, no tiene credencial para votar y mucho menos celular. Doña Clotilde sigue siendo guapa, pienso que en su juventud ha de haber levantado más de una mirada. Es toda sonrisa, y aunque camina despacito, no deja de empacar mientras platica.

Don Arturo se acerca a platicar, y él sí ve a sus hijas, tres, dice con orgullo, no viven con él, también es viudo, le visitan a veces con los nietos, pero se siente digno en su soledad. Él también dejó de trabajar por la pandemia, y aunque tiene una pequeña pensión del seguro social, tiene que venir a trabajar pa completar el pipirín. Dice, un poco hosco y serio, que el gobierno quiere hacer las cosas bien -“yo voté por López”-  pero no lo van a dejar hacerlo. Le pregunto si antes estaba peor que ahora, y me dice que siempre ha estado peor, nunca ha mejorado. Pero insiste, el presidente no tiene salida, somos muchos los que queremos que las cosas cambien, pero no tenemos influencia. Mientras los políticos sigan haciendo sus negocios, las cosas no van a cambiar para nosotros. Luego se lanza a su caja para embolsar a otros clientes.

La dignidad de la gente rasa, la que brega a diario, no cesa en su labor de vida. Aún con la edad encima, el abandono gubernamental y familiar, han sido, son y seguirán siendo, como dijo Guillermo Prieto, la sangre de este país. Y esa dignidad, sin ser eufemística o sentimentaloide, es el pilar de lo que nos hace amar a la vida. Me despido no muy efusivo, porque quizás mañana vendré a comprar un uisqui o unos tomates y los volveré a saludar.

25 de noviembre de 2021

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